Teatro y Mitología*
La mitología del Teatro.
León Sierra Páez
El actor habla con el gran otro. Y aunque el simulacro millones de veces repetido sea un elemental mecanismo consciente para pasar al inconsciente, ha ido constituyendo un mapa mitológico en la forma en la que los actores subliman los traumas en un escenario, en una corrala, en un coliseo, en la calle, mientras dan lugar y espacio a este fenómeno de la palabra y la acción.(Eines. 2015)
La palabra escénica atrapa, desde el ditirambo, el suceso de que “los dioses desciendan a la tierra para escuchar el canto del coro” (Oliva. 2017). Quizá el mecanismo lingüístico mediante el cual la técnica literaria madura en forma de contenedores simbólicos de acciones majestuosas, como en el teatro griego antiguo, cuya materialización explícita en el campo de la palabra es inexistente, salvo en la lectura libre y contundente de los significantes. A la postre, un mito contemporáneo como Jorge Luis Borges trae, en su poema El Golem, en sus primeros versos, el develamiento artificioso de la cifra y el símbolo de este proceso empezado por los griegos:
“Si (como el griego afirma en el Cratilo)
El nombre es arquetipo de la cosa,
En las letras de rosa está la rosa
Y todo el Nilo en la palabra Nilo.”
¿Cuál es entonces la importancia de pensar en la génesis del Teatro en tanto que palabra?, o más bien, ¿sería la única manera de pensar en el Teatro como un producto cultural, como una construcción lingüística, tal y como la conocemos ahora, la que nos tiene que depositar en una discusión sobre su génesis? Y también, que en su momento de gestación aparece como un proceso lingüístico y corporal, que está profundamente atravesado por el rito. El rito y el mito.
Como todo problema epistémico, el Teatro, con su soluciones diversas, ha convertido su devenir en un río multiforme que puede verse también como una mitología. Poblado de dioses y héroes, algún que otro monstruo habita también en los brazos fractales de su discurso teórico y técnico. La palabra, en este proceso, juega un papel fundamental porque materializa el camino por el cual transcurre el pensamiento cuando nos preguntamos por ella. La palabra que narra el mito y la palabra que narra el narrar del mito. Ambas, quiero pensarlas como contenedores y contenido encarnado del suceso, la acción. La dramaturgia. (Heidegger. 1994)
Para cuando Konstantin Sergeevich Stanislavski articuló sus inquietudes técnicas con respecto al Arte del Actor, Sigmund Freud ya estaba en su etapa productiva plena y ya había escrito La interpretación de los sueños. Esto quiere decir que todo el contexto de maduración de la trayectoria de la ciencia médica por sobre las enfermedades de la mente había sido recorrida y en dicho tránsito, se había efectuado ya esta denominación, a partir de estos numerosos empeños que están contenidos en la época y del ejercicio del Romanticismo, puntualmente en la Alemania de los siglos XVIII y XIX. (Montiel. 2008)
Al Teatro de Stanislavski le pasa una cierta similitud con lo que le ocurre al Psicoanálisis de Freud: es heredero de un rechazo por parte del conocimiento científico de sus contemporáneos. El propio Stanislavski se queja de ello en su obra El trabajo del actor sobre sí mismo, en el proceso de creación de la vivencia, cuando se arroga conceptos científicos que están en la circulación discursiva de la época, pero que no son de territorio de las artes, como el bien conocido subconsciente.
El maestro ruso, es el precursor de la reflexión y sistematización de su pensamiento con el hecho escénico y particularmente con la dificultad técnica del actor. Antes de él, podemos encontrar disquisiciones filosóficas y políticas en Diderot, en su Paradoja del comediante y algo, previamente en El arte nuevo de hacer comedias, de Lope de Vega. Pero quien funda la reflexión teórica sobre el proceso del actor, es Stanislavski y posteriormente, sus discípulos, y aunque sus reflexiones están construidas en el formato de una novela pedagógica, son el entramado gnoseológico que articula toda la reflexión teórica que tiene el Teatro después de su muerte.
Estas últimas son metapalabras. Comprimo en dos párrafos, y con omisiones del momento en que cuaja en la Grecia Clásica la técnica proveniente del mito, y me aventuro a cerrar la reflexión por sobre la narración que narra la palabra técnica. Posiblemente volveré a ella en momentos puntuales, ya que lo que me interesa, a la hora de hablar sobre mitología y Teatro es la otra palabra, la que es dicha por el actor, la que escribe el escritor dramático, el poeta, que es adjudicada al dios y al evento del mito y su génesis. En algún momento, estos dos caminos bifurcados, se vuelven a juntar para mostrarnos una contemporaneidad donde la palabra construye el nuevo mito, el del teatro contemporáneo y el constructo cultural que lo sostiene en el marco de capitalismo de la producción posfordiana. (Preciado. 2010).
Entre el período oscuro o la época oscura de la Grecia antigua, y el Siglo de Oro del Teatro Español suceden más de veinte siglos y un viaje que parece inverso. Si por un lado, el fin de la oscuridad sin escritura termina por concretarse a finales del s.V (a. de n. e.), cuando la cultura griega abandona definitivamente la oralidad, como eje constitutivo de la tradición y la cultura. (García Gual. p33), por otro, tras el Renacimiento, el pensamiento y la palabra, que inundan los albores de la modernidad, comienzan a plegarse sobre sí mismos en la ruta misma del lenguaje: el verso.
Por un lado, la tradición oral, que constituyó el eje del mundo micénico y minoico, sin la cual sería imposible entender la transferencia del mito, da paso, por constitución de la escritura a un momento en el que el mito se cosifica en la estructura escrita, pero viene cargado de una partitura interna que le aporta la cultura oral: la poesía. En el otro polo temporal, el teatro del barroco, como tronco recio de la modernidad, retorna, con el modelo clásico donde “la palabra se apodera de la belleza” ( Eines. 1997. p. 151), y mientras se pliega en la forma, constituye estructuras culturales determinantes, como los lenguajes de la modernidad, que serán aquellos con los que la colonia modele el mundo de la posteridad. Vendrá, también, el Contrato social y la revolución industrial, luego, para cerrar este complejo entramado que madura desde la polis griega y el mundo antiguo. Aquel humano que luchó contra la naturaleza y construyó sus polis, llegó a usar su escritura para escenificar a esa naturaleza dentro de sus ciudades.
“El signo verbal era también signo escénico. Las casas, los árboles, los animales o las batallas estaban en las palabras, aunque no se pudieran tocar ni sus muros, ni hojas, ni pezuñas ni yelmos. Todo lo que la palabra podía narrar era también para ser visto.” (Eines. 1997. p. 152)
Siguiendo la reflexión de Jorge Eines, teórico contemporáneo del Teatro, quien pregunta si es que ese ejercicio de repetición [neurótica] de los dramaturgos del Siglo de Oro, en su ethos barroco anclado en un pliegue infinito y fractal de la forma lingüística, no era sino una pulsión acaso inconsciente, culturalmente inconsciente, por atrapar los dramas humanos en la poesía. Tal vez este ethos, proveniente de la ethe, de su reforma protestante, constituye una red que subtiende el espíritu de la modernidad, como lo pensaría Max Weber. (Echeverría. 1998); y así, podamos vernos en la contemporaneidad, al menos la mestiza, en Iberoamérica, donde solo un porcentaje de nuestra mitología tiene estos componentes
“Provenientes de distintas épocas de la modernidad, es decir, referidos a distintos impulsos sucesivos del capitalismo --el mediterráneo, el nórdico, el occidental y el centroeuropeo--, los distintos ethe modernos configuran la vida social contemporánea desde diferentes estratos "arqueológicos" o de decantación histórica. Cada uno ha tenido así su propia manera de actuar sobre la sociedad…” (Echeverría. 1995)
Luego, del hecho mítico que narran los poetas griegos, que llevados a través del tiempo y la tradición oral, son depositados profusamente en las palabras escritas, que a su vez, determinadas por las formas de producción de la edad antigua, el medioevo, al que finalmente llega, se convierte en redes con las que el hombre que escribe, el hombre de la edad moderna, quiere capturar esos dramas, pero, aquellos sueños que hombres de todos estos siglos, y nosotros mismos tenemos, ¿quién los recoge?
Pareciera pues que trasciende un retorno al rito original, y aunque las lucubraciones del propio Aristóteles y la falta de fuentes directas para determinar el origen del teatro,
“es necesario, llegados a Grecia, para investigar los orígenes del teatro, es estudiar los antiguos tipos de coro que mimaban una acción que estaba siempre dentro de un contexto sacral.” ( Rodríguez Adrados. 2012. p. 4)
El hombre, en íntima relación con su subjetividad, en los albores de la cultura de la escritura, dueño de la narración que cuenta su génesis, de su mitología, no puede sino ser él mismo quien empuje todo el pensamiento mítico hacia el lenguaje escrito. Lacan pensaría luego en el devenir del sujeto capturado por el lenguaje, y aunque la escritura no es el punto de origen de ese lenguaje como cadena simbólica, como eje encadenado de significantes del otro, el gran otro ya estaba en la tradición oral, no solo por mímesis, sino por relato, y la escritura se configura como punto de inflexión y trauma primigenio que aliena al hombre y lo esclaviza al lenguaje, a la instancia de la letra. (Rabinovich. 2017).
El hombre y su cuerpo, significando con el otro, para el otro, las palabras del gran otro, las palabras del mito.
Muy bien, entonces, ¿cómo ahora asumir esa palabra? -porque la realidad, siempre fructífera y cambiante, nos abunda con textos contemporáneos, modernos y clásicos-, nos enfrenta, por ejemplo a un Esquilo, un Sófocles o cualquier autor de aquel momento. También, ¿qué de esa palabra, o qué porción de la carga mítica contiene en la modernidad y la contemporaneidad la palabra escénica, o no la tiene?
“El actor desplaza al escritor, no porque lo reemplace sino porque libera al personaje de la cárcel de lo literario. Lo pone en circulación para que cada personaje descubra el sin sentido de ser sólo una palabra escrita. Tanto el autor que solicita ser representado porque sus personajes no acaban de abandonar la prisión del papel, o el que es muy requerido porque las leyes del mercado lo impulsan desde un éxito coyuntural, no promueven la movilidad que hace fertilizar el suceder teatral.” ( Eines. 1997. p.159)
Así, en la contemporaneidad, el actor, regresa al momento mítico, aunque su palabra no sea un atavismo o haga paleontología lingüística. La enunciación de la palabra, la encarnación del personaje, la implicación en su conflicto retrotrae al actor, no al trauma original -que es metabolizado por el aparato psíquico para convertirlo en represión original-, sino porque es un trauma sublimatorio que sólo tiene sentido en el eje especular con el espectador. Es el Teatro una fenomenología mítica, un eterno retorno nietzscheano.
Es también un chamán, el actor. No puede evadir ese lugar mediador, de auténtica hybris, cuando en la repetición extemporánea (siempre extemporánea), de la palabra del autor, aproxima y hace de puente con el acontecer circunstancial, mediato e inmediato del espectador. El actor abre la puerta del inconsciente del espectador, para que éste haga visible lo invisible.
En Latinoamérica, los chamanes son los adorados y envidiados ejecutivos del alma contemporánea. Ellos, portadores del saber ancestral, son quienes transaccionan con la noche de los muertos. El chamán nos ayuda a entender, desde la mítica no occidental a toda la mitología de occidente, y si no es a toda, al menos aquella que nos sirve como fundamento de los conocimientos sanadores. Aislados los unos, por distancias y selvas, los de los mitos griegos también lo están por el tiempo y el desarrollo científico.
La lucubración histórica y la investigación atravesada por la reflexión mitológica enriquecen nuestra mirada por sobre aquello que antecede a lo que conocemos. Quizás porque aquello que conocemos, se ha convertido ya en un sistema de alienación para la producción de la maquinaria inagotable del capital. Pero incluso en los círculos académicos y científicos donde obtenemos el preciado saber, hemos de ejercer el pensamiento crítico para rescatar por sobre esas pesadas estructuras, dudas sembradas con anterioridad.
En 2018, en noviembre, asistí a una función de un grupo de artistas escénicos de Chile, se llamaba el espectáculo: Travesía ( https://www.efe.com/efe/america/cultura/un-cementerio-chileno-se-convierte-en-teatro-con-una-obra-sobre-el-rito-de-la-muerte/20000009-3088722 ). Fue en el contexto del II Festival Internacional de Artes Vivas de Loja, Ecuador. La obra contaba el tránsito hacia la muerte que atravesamos quienes morimos y la compañía que los vivos hacen en el duelo posterior. No era un texto clásico, ni había sido escrito en un proceso narrativo tradicional: este grupo de artistas escénicos, que eran actores, dramaturgos, músicos, bailarines y técnicos de puesta en escena, había investigado las tradiciones ancestrales de funerales y entierro de toda Latinoamérica. Ningún texto provenía más que de la creación posterior a la investigación, era texto original. También sucedía lo mismo con la música: durante toda la obra sonaron cuecas chilenas, llaneras venezolanas, rancheras mexicanas y varios ritmos y melodías del continente, aunque todas ellas compuestas y creadas para la ocasión.
En términos generales, la obra tenía una estructura aristotélica que presentaba un rito de funeral y entierro, con un séquito y pompa fúnebre que bien podía ser de cualquier pueblo rural de dicha región, posteriormente varios cuadros de sepelio, diversos, dolorosos, festivos, siniestros, eróticos, etc.
En un determinado momento, ellos se había repartido unos pequeños vasos con vino y habían depositado en nuestras manos, sin casi hacernos dar cuenta, un pequeño vaso con el mismo vino. Súbitamente, una escena en la que dos personas se enfrentaban para brindar por una persona muerta, giraron hacia el público, y rompiendo la cuarta pared, alzaron sus copas y nos invitaron a que cualquier persona brinde por su muerto. En ese instante, comprendí que su brindis no era una ficción, ellos brindaban por una persona que había muerto de verdad, para cada uno de ellos.
Lo hicieron todos los miembros de la compañía, mientras ligeramente, descomponían a su personaje y afloraba el actor o la actriz que encarnaba el papel, cualquiera que fuera. Inmediatamente y sin tropezar uno encima de otro, las personas que estábamos en el público comenzamos a alzar las copas, de uno en uno, y sin prisa fuimos tomando la palabra desde la butaca en que estábamos y empezamos a brindar por nuestro muerto.
Una fuerza misteriosa e imparable hizo que prácticamente la totalidad de teatro, de persona en persona hiciese lo propio, y seguido de esto, al son de un acordeón y las voces de los actores, hermanados e implicados irremediablemente en la representación, aparecieron las lágrimas. Lágrimas de lo real que extensamente escribiera Norberto Rabinovich en su ensayo psicoanalítico.
Por primera vez, en veinte años formado como actor de Teatro pensé en los griegos y entendí que una cultura mestiza y mítica como la latinoamericana es capaz de volver al mismo lugar de inicio, del teatro occidental. Tal vez es un proceso antropológico que ocurre con similitudes en todas las culturas humanas, como sostiene, con incredulidad y reparos Rodríguez Adrados.
Hoy, en la recapitulación del tránsito por la Mitología y el Psicoanálisis, este pensamiento me despierta la curiosidad científica o al menos la de la inmanencia lucubrativa, que es, una acción que finalmente pervive en el interior, en algún lugar de mi conciencia.
* Trabajo de fin de Asignatura Psicoanálisis y Mitología, para el Maestro Dr. Ignacio Pajón Leyra, de la Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid en la línea de Investigación del Master de Psicoanálisis y Teoría de la Cultura. Las fotos son un registro de Juan Sebastián Ruales, de la actuación de Kevin Orduz, como Hamlet de Shakespeare, el día de su trabajo de graduación en el Estudio de Actores de Quito Ecuador, 2020.
Bibliografía
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Echeverría, B. (1995). Las Ilusiones de la Modernidad. México, D. F.: UNAM.
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Heidegger, M. (1994). La pregunta por la técnica, en Conferencias y artículos. Barcelona: Ediciones del Serbal.
Eines, J. (2015). Las 25 ventanas, El actor, el director, el ensayo... el teatro. Barcelona: Gedisa. Eines, J. (2011). Repetir para no repetir. El actor y la técnica. Barcelona: Gedisa.
Eines, J. (1997). El actor pide. Barcelona: Gedisa.
Eines, J. (1985). Alegato en favor del actor. Madrid: Fundamentos.
Montiel, L. (2008). Magnetizadores y sonámbulas en la Alemania Romántica, en Historia y Crítica de la Psiquiatría. Madrid: Frenia.
Oliva. C. y Torres Monreal, F. (2017). Historia básica del Arte Escénico. Madrid: Cátedra.
Preciado, P. B. (2010). Pornotopía. Arquitectura y sexualidad en «Playboy» durante la guerra fría. Barcelona: Anagrama.
Rodríguez Adrados, F. (2012-01). Teatro griego antiguo y teatro indio: su origen en danzas corales que miman antiguos mitos. Emerita, Revista de Lingüística y Filología Clásica, LXXX 1, pp. 1-12.
Rabinovich, N. (2017). El Nombre del Padre. Articulación entre la letra, la ley y el goce. Buenos Aires: Edición Autor.
Rabinovich, N. (2017). Lágrimas de lo Real. Un estudio sobre el goce.
Stanislavski, (2007). El trabajo del Actor sobre sí mismo en el proceso creador de la vivencia. Barcelona: Alba Editorial.
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