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Foto del escritorJuan Sebastian Ruales

Abrazar la tragedia de Macbeth, por Joce Deux



Actuar no es memorizar un texto, sino darle contenido a las palabras. Cuando se alcanza la verdadera significación de las palabras, la memoria no falla.


Actuar o no. Héctor Mendoza.


Esto no sucedió…


Cuando niño, vi en el Teatro Centro de Arte, en Guayaquil el Edipo de Sófocles, El enfermo Imaginario de Molière, La vida es un sueño de Calderón de la Barca; y Romeo y Julieta de Shakespeare. En ese tiempo me habían operado la pierna. No tenía a dónde huir. Me quedé quieto, enraizado a la butaca, viendo obras en el norte de la ciudad, lejos de casa.


Me entusiasmaron los diálogos, la palabra. Me inquietaba entender cómo alguien podía memorizar tanto y no equivocarse, o al menos, no mostrar duda mientras decía líneas extensas de peculiaridades que yo no alcanzaba a afianzar. Leí las obras pidiendo a profesores que me proporcionen los textos. No podía subir árboles, ni jugar fútbol. En su lugar, me quedé en casa o en el bus, camino al teatro o al cine, leyendo algunas obras. Cayó a mis manos, por el docente de literatura de mi colegio, Hamlet, y luego Macbeth.


Cuando conocía a alguien, quería saber si era más Hamlet que Macbeth, o más Macbeth que Hamlet.


Mil años después, en el Estudio de Actores, como parte de la metodología de enseñanza, me asignaron la escena entre Macduff y Malcolm de la tragedia de Macbeth. Leerla, recordar mis paseos en bus en Guayaquil, y sentir esas palabras duras, con un tono poético y filosófico contra una piedra incandescente, era paralizante.


La primera línea que tenía que pronunciar en la oscuridad de la caja negra: “Busquemos una sombra solitaria para vaciar de nuestro pecho la tristeza” ¿Cómo mierda se dice algo así, con qué sentido, desde qué lugar, con qué sensibilidad, con qué inteligencia, entendiendo qué parte de la vida, con qué verdad, con qué preguntas, con qué cuerpo?


Mientras los ensayos avanzaron, sentí que se habla desde partituras. No son diálogos, no son acciones, no son objetivos, ni motivaciones, ni preguntas, es música. Una partitura se suma a la otra para orquestar un arquetipo que nace desde el inconsciente. La palabra se dice de una manera en la que la acción se torna indispensable, pero llevar las dos al mismo tiempo, más el entorno, más el objetivo, más el vínculo, más el cuerpo, es un peso desmedido. Sin embargo, si todo se torna en música, y cada decisión no jerarquiza a la otra, sino que se integra, la palabra se suelta.

La acción es la palabra, la palabra es la acción. El objetivo es la palabra, la palabra es el objetivo. El entorno es la palabra y la palabra es el entorno. Mi compañero es la palabra y la palabra es mi compañero.


En mi forma de abarcar el ensayo las separé en un principio, y me volví loco tratando de hacer el pespunte. Cuando creí que todo es lo mismo, y no hay que zurcir absolutamente nada, algo cambió. Si escucho solo la viola de “el carnaval de los animales” de Saint-Saëns, no sabría qué melodía es. Ésta adquiere cuerpo, cuando todo está integrado.



El cuerpo es una sinfonía de distintos tonos que puede indagar en campos de batalla, en la muerte del Rey Duncan, en Escocia, en el destierro. En el miedo y la carencia paterna, en Macduff, y a la vez, en la traición; la violencia y la ternura, la juventud distorsionada por la precocidad de la adultez; en la corona que pesa más que mil vidas, y el trono que está pintado de sangre. La sinfonía es la imagen de la que me puedo sujetar para pronunciar una sola línea que da pie a lo demás: “busquemos una sombra solitaria, para vaciar de nuestro pecho la tristeza.”


Incluso, la imagen también puede situarse en otro lugar, en la de un niño que no puede correr y que lee la tragedia de Macbeth sentado en un bus mientras va al Teatro Centro de Arte, para enraizarse, otra vez, lejos de casa.

Y seguramente todo esto no sirve más que para un fragmento de vida que se evapora, el lenguaje tan solo traduce la cáscara, la sombra, para ser música y nada más.

…y tampoco ocurrirá.


Joce Deux

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