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  • Foto del escritorLeón Sierra Páez

El conocimiento artístico

Puede sonar una tontería pero, el Arte produce conocimiento.


La no resuelta discusión (y muy poco sostenida por la modernidad), sobre la epistemología de las Artes, parece ser -paradójicamente-, la panacea de la posmodernidad. Hoy, pareciera que los pensadores en que han devenido ciertos artistas de estos tiempos, debieran de pensar mucho, a partir de las ideas que tienen, (sobre otras ideas previas), para producir arte; en el mejor de los casos, ideas a partir de la producción artística, es decir, "estudios sobre el arte".


El arte como estudio. Una premisa un poco difícil de creer, sobretodo con aquellas prácticas artísticas que involucran una entrega sudorosa, neurótica y gimnástica. Desde los interminables subeybajas de las escalas de los músicos, blandiendo arcos, pulsando pistones o teclas, dejando los pulmones y los dedos en arabescos repetitivos que afinan la destreza, hasta esas promiscuas tocaciones de los bailarines y los actores. No parece que tueviera mucho que ver con las interminables horas que un académico le presta a los coloquios y las clases, a sus papers, a sus conferencias y mesas redondas.


Pedro Andrés Sánchez, haciendo La Vida es Sueño, de Calderón de la Barca, en su escena de final de carrera en nuestras clases.

La solución de la institución posmoderna pasa por un arte pensado, archivado y exhibido que niega la fabricación de la obra. La obra entonces se proyecta en los pensamientos y monólogos internos del espectador, o en compañía de un bien educado mediador que traduce, para el insensato, los conceptos ambiguos del creador.


La modernidad resiste. Las universidades todavía se disputan un lugar de castigo y control en los procesos de pedagogización del Arte, actualizando, aún en este siglo XXI, la disputa con las prácticas de transferencia del conocimiento del Renacimiento. La suplantación del Taller del Artista, por el aula académica sopla oxígeno sobre esas brasas de cuatrocientos años en nuestros días.


Todavía nos cuesta creer lo que esforzadamente apuntaba el viejo Konstantín Sergeyévich en las postrimerías del siglo XIX. Y es que la ciencia ha tomado buena comodidad en el sillón amplio de nuestra convivencia, dando la espalda a fenómenos de la cultura, instruyendo, adoctrinando, es decir, mejorando la vida del sistema de explotación vigente. Ya lo decía Foucault, a través de Paúl Preciado: los aparatos de verificación del medioevo, la modernidad y la posmodernidad funcionan no para sí, sino para el mejoramiento de las relaciones de proucción (léase explotación), seleccionando y fortaleciendo los cuerpos óptimos para esta misma producción.


En eso estamos de acuerdo con la posmodernidad: la tarea productiva es alienante y se articula de un nutrido devenir de prácticas institucionalizadas.


Más allá de estas palabras, y por cierto que ajenas a ellas, miles de personas se acercan a las tablas para instruirse como artistas. En su proceso pedagógico ocurre una epistemología otra, casi inatrapable, y muy compleja para traducir en palabras. En el proceso pedagógico del aprendiz artista, suceden intercambios creadores del conocimiento que se alojan en el cuerpo. La técnica, las técnicas diversas magnifican para el artista un diálogo interno, que eventualente, ayudado por una sana inmanencia, deviene en locura creadora.


A salvo de las discusiones epistémicas.


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